Antes de concebirme, mamá ya había planeado mi futuro. El proyecto educativo que diseñó no perseguía una licenciatura en medicina, ni una medalla en los Juegos Olímpicos, ni siquiera que aprendiera a masticar el filete con la boca cerrada. Según mamá, yo había nacido para conquistar a Álvaro Muñoz Escassi, y en beneficio de esta empresa invirtió la mayor parte de su sueldo como esteticién de gatos albinos.
Fui la primera niña del cole que conoció las bondades de la depilación láser, así como el maravilloso mundo de los tangas fluorescentes. Mientras mis compañeras acudían a clases extraescolares de música o natación, yo empleaba las tardes en perfeccionar mi estilo de monta y mi dominio del francés. En cualquier rato libre entre monta y francés, mamá aprovechaba para regalarme eslabones de sabiduría femenina que acabarían forjando la cadena de amor que me esposaría por siempre a Alvarito. “Si lo quieres ver en tu cama, sudadera de Dolce & Gabbana” y “Falda corta y escotón aseguran revolcón” fueron dos de sus más preciadas máximas, que aún hoy, a pesar de lo sucedido, continúan guiando mi vida.
Sí, mamá acertó con una educación basada en la falta de escrúpulos, la superficialidad y el afán de protagonismo mediático, pero se olvidó de algo básico: oxigenar mi melena y someterme a una sesión intensiva de rayos UVA. Por ello, tras años de entrenamiento y varias semanas de casting, no voy a poder decir “I love you” a Álvaro Muñoz Escassi.