ROLANDO (señalando a un grupo de hombres): ¿Son sus tentaciones?
TOPANGA y co. (mirando pasmadas a los hombres y sus corbatas): Mmm... No. (VOZ EN OFF: ¡Sus tentasiones, dice! ¡Y se queda tan pichi!)
Todo sucedió una tarde de julio, o de agosto, lo he olvidado. Lo único que recuerdo es que los ordenadores de la sala multiplicaban por tres el calor de aquel verano. Asistíamos a un curso que versaba sobre el tratamiento estadístico de datos con programas informáticos en una escuela de ingeniería. ¡Qué intelectual soy! ¿Verdad? En efecto, McGurk. Mi amiga, llamémosla Amiga, también se había matriculado en aquel curso, aunque ello no la convierte en intelectual, sólo en actual.
Entre clase y clase solíamos recargar las pilas tomándonos un piscolabis (pitoslabis en la jerga de Jaime Cantizano). Durante uno de estos descansos nos vimos abordadas por un latinoamericano metiche que también acudía al curso. Fue entonces cuando Rolando, así se llamaba el moreno doctor, nos preguntó "¿Son sus tentaciones?", al tiempo que señalaba a un grupo de jóvenes ingenieros peripuestos. Todo ello adornado con el dulce seseo puertorriqueño y una sonrisa de oreja a oreja que contradecía el trasfondo machista de sus palabras. ¿Nuestras tentaciones? ¿Acaso piensa que las aspiraciones de una mujer se reducen a cazar a un ingeniero (o en su defecto, médico) con corbata (o bata)?
Continuará...