Desde el uno de Septiembre hasta que sucumbe Febrero, no hay sábado que no me pierda una batida de venado, y si mis colegas del club de la caza no se ponen de acuerdo, no me importa cazar en solitario, me resulta incluso más gratificante. Aunque, técnicamente, nunca estoy sola, pues me acompañan Nana y Chonchi, mis dos perdigueras de Burgos, excelentes rastreadoras de pelo y pluma. Por lo demás, no necesito la compañía de otro ser humano, porque las piezas de caza no precisan de manos que las regresen a casa; se quedan tiradas en el monte. Me gustaría justificar este proceder mío como parte de un complejo ritual en honor a Diana, pero lo cierto es que abandono los cadáveres para que los animales carroñeros los devoren. Los siento tan desprotegidos que no me resisto a ayudarlos abasteciendo su despensa.
Este sábado la tormenta perfecta arruinó mi excursión de matar; me quedé en casa sacando brillo a mi escopeta Maricielo del calibre 12. Los residuos de pólvora que se iban depositando en el paño con cada caricia avivaron un exagerado deseo de caza furtiva que nunca antes había experimentado. Aprovechando que las autoridades habían precintado el campo San Francisco a causa de la alerta desatada por la predicción de una ciclogénesis explosiva que no llegaba, lustré mis Docs con betún negro, me encajé el pasamontañas, y colgué del hombro derecho a Maricielo.
Después de exterminar treinta y siete palomas y uno de los dos pavos reales, me frustró la idea de que en Oviedo no habría carroñero dispuesto a beneficiarse de esta masacre. Cuál sería mi sorpresa cuando, esta mañana, encontré el paseo libre de cadáveres plumosos. Su lugar lo usurpaba un rebaño de señoras que regresaban de misa de doce con olor a muerto en sus bolsos de Tous. “Ya han convertido en moda un acto de subsistencia”, me dije, y, con las mismas, me palpé el hombro derecho.