Mi interés por la transfiguración de la realidad a través de dibujos extravagantes y aparentemente ilógicos se remonta una década atrás, momento en que conocí la excentricidad hecha hombre. Su nombre era Man, barbada figura famélica que vestía un escueto y mugriento taparrabos y habitaba una casa de trasmundo. Su hogar era un genuino collage elaborado con materiales de múltiples texturas, formas y colores que se apiñaban con fingido desorden para formar un cuadro psicodélico y alucinante. Penetrar en él era equiparable a sumergirse en el reino ondulado de Gaudí tallado sobre las rocas de Camelle. Era internarse en “La persistencia de la memoria” y observar, bien de cerca, los relojes de Dalí metamorfoseados en espirales de conchas que trepaban, ávidas, hacia el cielo. Sofocaba la naturaleza muerta el oxígeno de aquel laberinto abigarrado cuando, bajo la mirada atenta de cientos de esculturas, sobre las hojas sucias de un cuaderno partido, garabateé mi primer retrato.
¿Cómo fue posible que toda una memoria reblandeciera...? Ni las hormigas ni las moscas lo saben. Ahora el aire del Cantábrico ocupa el espacio que hace un tiempo acuchillaban los colores cálidos de un embrujo surrealista.
31.12.2008