Nunca me han gustado las historias de Los Looney Tunes. Me causaban tal repulsión como hoy día lo hacen las voces voluptuosas que radian los insulsos videos vespertinos de los no menos insulsos programas del corazón. Era vislumbrar a Porky o a alguno de sus compinches y mi cerebro demandaba oxígeno con desesperación, hasta el punto de que hubo días en los que corrí el riesgo de que mi mandíbula se encajara en un perpetuo bostezo.
Las veces que vi un capítulo de estos divertidos personajes lo hice o bien porque no tenía nada mejor que hacer, porque pensaba que el gusto llegaría con el tiempo y la experiencia (tal y como ocurre con el placer cervecero) o bien porque, simplemente, ya despuntaba por aquel entonces mi vena masoquista. El caso es que por más que padecí las persecuciones de El Coyote y El Correcaminos, por más que visioné cómo el cazador (que, por cierto, se da un aire a Porky) perseguía a Bugs o las artimañas usadas por Piolín para joder a Silvestre, jamás aprecié a estos seres (des)animados. Incluso llegué a planear su secuestro y posterior asesinato: 1) Metería su peso plúmbeo en un saco de patatas; 2) El saco lo llenaría de piedras...; 3) Y lo arrojaría al pantano con el agua más congelada del país con los medios de rescate más atrasados de Europa.